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Tiempo de morir

Comenzamos a morir el día que nacemos, eso dice el dicho popular. Que sólo una cosa es segura en la vida, que vamos a morir. Me muero, te mato, se hizo el muerto, se muere de pena… La metáfora de la muerte es más común en nuestras vidas cotidianas de lo que quisiéramos. Hace tres semanas, de golpe y porrazo me fue comunicado que la mujer que me crió tiene un cáncer terminal y se está muriendo. Y yo también empecé a morir.



Son numerosos los antropólogos que han estudiado el fenómeno de la muerte. La mayoría coincide en considerar la muerte como un rito de paso, como los otros hitos de nuestra compleja biografía humana: el parto y el nacimiento, la menarquia, el paso a la vida adulta, el matrimonio. Como tal, la muerte se ritualiza, adornada con símbolos propios de cada cultura, para “sanar”, reparar y resignificar este hoyo que queda en el tejido social cuando un individuo desaparece. Ese sujeto, que puede ser un familiar, un ser querido, un jefe, el vecino o un anónimo, tiene que ser transfigurado mediante un proceso social, para volver a incorporarse a nuestra red de relaciones en una nueva categoría. Así nacen “los angelitos que nos cuidan desde el cielo”, “el jefe que anda penando”, “mi mamá que nos sigue vigilando” además de todo el infinito repertorio de almas en pena que adornan nuestras creencias populares.


La muerte es además, un proceso de duración variable. En el mundo occidentalizado, los médicos declaran la muerte en segundos. “Hora de muerte: 23.57”, dijeron cuando murió mi madre. Para los tibetanos, el Bardo Thodol dictamina 49 días de muerte, en la que se conjugan la agonía, el cese de las funciones vitales, la toma de conciencia de la muerte, el juicio de las almas y la selección del nuevo escenario donde encarnar. La muerte de un individuo, para quienes le sobreviven, puede extenderse mucho tiempo, cuanto el duelo lo sustente. Para los indígenas de la zona central de Chile, la muerte los invitaba a hacer un recorrido por las pertenencias más queridas del individuo para preparar, como quien arma una maleta, un viaje al más allá donde el muerto llevaba sus platos, ropas y semillas para seguir cultivando.


Y ahora entendiendo cuán culturalizada hemos vuelto a la muerte (los primeros ritos funerarios se remontan, con seguridad, a los Neanderthales), me pregunto: tras un millón de años de pensar y repensar nuestra existencia, ¿Nos damos tiempo de morir? ¿Nos permitimos como seres en tránsito a la muerte, o acompañando a un moribundo, construir nuestro propio rito de muerte?


La sociedad nos llena de justificativos: “El mundo no se detiene”, “Tienes que seguir adelante”, “Es lo que él/ella querría”, “No sacas nada con quedarte pegado/a en la pena”. Tras todas esas frases de supuesto consuelo, se esconde también la herramienta para conseguir que la sociedad siga funcionando, con todos sus miembros activos, con la misma productividad.


Sigo defendiendo el derecho a morir y acompañar la muerte. Si existe un pre y un post natal, por qué no darnos el permiso como sociedad de dar espacio al individuo que parte y a quienes se sienten llamados a acompañarle a vivir ese paso. Démonos el permiso como humanos de acompañar a otros, a quienes queremos y a quienes guardamos respeto, en un momento único y culminante de su existencia. Sean las connotaciones y los símbolos que queramos ponerle es imperativo que como sociedad, no sólo como individuos, hagamos el ejercicio de sanar la muerte. Sanarla, porque es también el momento donde se abre el diálogo para recordar, conversar, despedir y si lo sentimos, perdonar y pedir perdón. Y sostengo que hay que hacerlo como sociedad, porque el individuo deudo solo no puede sanar su pena, si no se reinserta en un círculo que entiende que tras una muerte, nunca, ninguno de nosotros vuelve a ser el mismo, ni vuelve a estar en la misma ubicación de este tablero de ajedrez.


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